En “Bartleby y compañía” Vila-Matas nos recuerda la historia del escribiente de Melville, aquel que vivía en la oficina donde trabajaba y ante cualquier requerimiento contestaba preferiría no hacerlo.
Luego se refiere a Juan Rulfo y Augusto Monterroso, anónimos copistas en Ciudad de México, aterrorizados con la idea de que el jefe los despidiera para siempre. O Robert Walser, que trabajaba de amanuense en una increíble “Cámara de Escritura para Desocupados”
Me quedé reflexionando mucho en esa actividad menor, monótona y olvidada en estos tiempos, hasta que caí en la cuenta de que yo también fui copista una vez.
En realidad era una tarea contable, pero sí que era un amanuense. Fue mi primer trabajo, hace 25 años, incluso un poco más, y fue en la administración pública. Había una planilla de gastos diarios que debía pasar a una especie de libro mayor donde las columnas se sumaban y el ejercicio era anual. Cuando llegué por primera vez, un jefe parecido al científico de la peli “Volver al futuro” me dijo que el empleado que hacía el trabajo antes que yo llevaba el libro con seis meses de atraso. El tipo estaba loco. No me refiero al Jefe (que también lo estaba) sino a mi antecesor, quien me enseñó la tarea mientras me explicaba por qué el nazismo era la solución a los problemas mundiales. Finalmente se fue de la oficina y yo quedé a cargo del mamotreto. Al inicio, como todo principiante, me esmeré en mi trabajo, y llegué a estar solamente un mes atrasado. No era tan difícil, había que sumar unas decenas de planillas y volcar el resultado en el libro, día por día, apuntando cada asiento con letra clara y prolija. Haciendo una semana por día, tarde o temprano podría actualizarlo. Pero un mediodía de diciembre se hizo un almuerzo para festejar el fin de año, y volví a trabajar un poco bebido. Las cuentas no las revisé y el libro dejó de parecerme fiable. Se lo dije al Jefe y me contestó que eso estaba previsto, que de ninguna manera se podía confiar en los números que arrojaba esa contabilidad desde el momento en que un demente lo llevó por años. Es más, el buen hombre me dijo que él hizo ese trabajo cuando empezó hacía más de tres décadas, y todos sabían que el libro daba cualquier resultado. Pero había que hacerlo ya que así eran las reglas. Sin importar las cifras que arrojaba porque no se utilizaban para nada.
Saber eso no ayudó a mantener mi esmero. Empecé a volcar las cuentas sin revisar, aunque a veces el resultado me daba en millones de pesos. Incluso comencé a atrasarme (hasta un año, por lo cual fui delicadamente reprendido) o probaba diferentes letras y números, muchas veces desprolijos y coronados por una que otra mancha de café sobre las tabuladas páginas.
Cuando mis estudios avanzaron decidí renunciar. El libro tenía seis meses de atraso, exactamente el mismo tiempo con que lo recibí tres años antes, lo cual me pareció muy relevante.
Una década después pasé a saludar por la oficina. El Jefe parecido al científico de la peli se había jubilado y una amiga me fue contando qué fue de la vida de cada uno de los compañeros comunes: renuncias, pases y retiros dominaron sus destinos. Algún fallecimiento también, naturalmente. Casi al final le pregunté por el libro que yo escribía, y me contó que no se llevaba más, que ese trabajo se hacía por computadora, la cual era infalible y siempre estaba al día, lo que me dejó un poco triste.
Ya me iba y pensé en algo que me alegró. En la administración pública no se arroja la documentación respaldatoria por cuestiones legales, de modo que en alguna burocrática catacumba habrían de estar archivados tres enormes libracos manchados de café y que está lleno de resultados tan fantásticos como inútiles, sumados de mi puño y letra caprichosa. Y ahora esa tarea vana me llena de orgullo, porque me hace pertenecer a una categoría integrada por cientos de personajes anónimos y grises, visibles apenas por uno que otro Rulfo, Kafka o Pessoa, hermanados todos en el enigmático escribiente de Wall Street que, ordenara lo que le ordenase el jefe, inexorablemente contestaba “preferiría no hacerlo”
Ese sujeto, en la oficina que yo integré, no hubiera desentonado en absoluto.